—¿Cuánto tiempo lleva ahí? —preguntó el Bufón, al cual podía
escuchar a través de la puerta.
—Más de media hora —dijo Crove, desganado—. Creo que se duchó
cada seis horas desde que llegamos ayer.
—Ey. Todos nos sentimos sucios después de semejante viaje
—dijo Kayla.
—Con él es diferente —acotó el noble—. No creo que pueda
llegar a sentirse limpio.
Eso fue demasiado. Salí del baño, terminando de ponerme el
casco. Las tres voces que escuché estaban reunidas en la mesa del hotel que
habíamos alquilado.
—¿Qué haces acá? —pregunté.
—Epa, qué modales —dijo el Bufón.
—Respondé. ¿Hay noticias? ¿La jueza te envió a decirnos algo?
—No, ¡para nada! Vine a averiguar que planeaban ustedes.
—La Ciudad ya tiene una orden de búsqueda contra la Serpiente
—dijo Crove—. Lleva una armadura igual a la de nuestro caballero, así que si él
saliera a las calles ocasionaría problemas.
—¿Y por qué no se saca la armadura? —el Bufón hablaba como si
no estuviera ahí, pero me miraba directo a los ojos.
—No —lo corté, terminante.
—¿Por qué?
Al Bufón no parecía importarle mi tono; simplemente pensaba
en voz alta sin importarle nada. Deje que su pregunta flotara en el aire, en el
silencio. Al final volvió a hablar.
—Te limpiaste, pero tu espada sigue sucia, ¿no?
—La sangre es muy vieja.
—Eras herrero, ¿no? ¿Vos te la fabricaste?
—Sí… no.
—¿Sí o no?
—Eh… —me di cuenta de que había respondido al instante, sin miramientos.
Me había hecho recordar el pasado—. Es que… la hice con otro herrero, uno mucho
más hábil que yo.
—¿Tenía nombre?
—Anton… Elopoulos.
El noble cambió su postura y pareció prestar atención.
—¿Trabajaban juntos? —preguntó.
—Compartíamos fragua…
—Entonces era de Dornwich.
—…Dormíamos bajo el mismo techo.
—Vaya, ¿eran amantes?
—metió el Bufón. Mi cuerpo se tensó al instante.
Di un paso hacia él, tomando el mango de mi arma.
—¿Qué pasa? ¿Por qué esa reacción? —rió—. ¿Acaso di en el
clavo?
—Silencio…
—¿Alguna vez estuviste con una mujer, Morr?
—¡Sí! —mascullé, apretando al robot contra la pared. —Poseí una
mujer.
—Ah, ¿en serio? ¿Hiciste lo que quisiste con ella?
—Sí… es verdad.
—¿Aunque ella no quisiera?
—Porque soy un hombre… Disfruté de su cuerpo como quise. Sí.
Eso me hizo un verdadero hombre. —Cada vez ponía más presión contra la máquina,
pero esta solo parecía sonreír más.
—¡Qué macho! Decime, ¿se resistió? ¿Gritó?
—Sí. Es verdad.
El Bufón me empujó, haciéndose a un lado. Empezó a corregirse
la ropa.
—Bueno… No soy un hombre, así que no sé cómo es uno de
verdad. Pero sí sé que lo que hiciste es un crimen. Un crimen muy malo. Y mi
señora jueza seguro va a querer enterarse.
No dije nada. Me costaba respirar de nuevo. Apenas podía
escucharlo. El Bufón salió de la casa, caminando despacio, sin apuro. No me
digne en verlo salir. En cambio, mire a Kayla. Su mirada mostraba tristeza. El
silencio me aturdía, y parecía insoportable, una criatura que iba a devorarme.
—Morr —oí de pronto.
Era Crove—. No me importa lo que hayas hecho en el pasado. Podes prevenir
futuros crímenes ahora. Por favor, si me decís todo lo que paso en Dornwich
podes ayudar a que atrapen a la Serpiente. Te lo estoy pidiendo directamente.
—Te… Te dije que no era asunto… —me costaba terminar la
frase. Por primera vez dudaba de mantenerme cerrado. En ese momento quería que
alguien me conociese plenamente y me dijera que a pesar de todo podía ser yo.
Pero no podía confiar en Crove. Abrirme iba a herirme de nuevo. Iba a atacarme
con su juicio.
Me fui del pasillo, encaminado a las habitaciones. Buscaba
soledad, refugio, pero no pensé en Jakoppi. Él estaba en los cuartos. Pero
estaba en una posición que nunca había visto antes. Arrodillado contra una
ventana, con las manos unidas contra su pecho. Por la ventana se veía un cielo
gris y grueso.
—¿Jakoppi? —susurré.
—¿Sí?
—Qué… ¿De dónde salieron las nubes? Ayer, ayer estaba bien,
pero… estamos junto al desierto.
—Nadie las esperaba. El clima parece estar actuando según le
place.
—¿Qué estabas haciendo? —pregunté al fin.
—Rezando. Le agradecía a Dios por todo lo bueno que me dio y
por el sufrimiento que me considera digno de recibir. Rezaba para que caiga una
lluvia que purifique.
Me senté junto a él, fascinado.
—Nunca te vi hacerlo en el viaje.
—No se necesita hablar en voz alta para hablar con Él.
—¿Es una tradición de Banshala?
—No. Era considerado un impropio incluso entre mi gente.
—Parecía que hacía tiempo que pensabas en abandonar esa
ciudad.
Sonó un trueno a la lejanía, relajando mi cuerpo.
—Nunca pertenecí —dijo Jakoppi.
—¿Los odiabas? —pregunté, pero adiviné su respuesta. Él nunca
juzgaba—. ¿Nunca odiaste a alguien?
—No es cosa mía odiar. No es cosa mía juzgar. Solo soy un
testigo de mi señor.
—Hasta los Dioses enseñan valores. Delimitan lo que está bien
y lo que está mal.
—Pero nosotros no tenemos derecho de ejercer esos juicios,
solo Él.
—Nuestra Jueza no está de acuerdo, ¿no?
—Por eso vive conflictuada.
Pensé en esas palabras.
—¿Qué… qué hacés cuando le rezas?
—Hablo con Él. Le pido clemencia y misericordia.
Pensé en mis acciones, en mis pecados. Acepté el miedo de sus
consecuencias.
—¿Podes enseñarme? —pregunté al fin—. Decime cuales son las
palabras.
—No hay palabras específicas. Lo importante es que lo que le
digas sea verdad.
La lluvia había empezado a caer. Me arrodillé junto a
Jakoppi, poniéndome en la misma posición. Uní las manos, cerré los ojos e
intenté aclarar mi mente.
Por unos minutos no pude lograr nada. Los recuerdos de los
meses anteriores me asaltaban todos al mismo tiempo. Luego me concentré en el
sonido de la lluvia, y al final pude formular palabras específicas. No sabía a
quién hablarle, no sabía si creía en alguien. Pero empecé por el principio, por
Dornwich, y listé cada uno de mis pecados. Me abrí, listo para aceptar
cualquier juicio. De a poco empecé a sentir un dolor sutil, oculto dentro de mí.
Con cada palabra se extendía por mi cuerpo, dominándome. Pronto se hizo
insoportable. Me di cuenta de que todas mis heridas se habían abierto y estaban
sangrando; todos los cortes que me causó el Arlequín, todos mis meses de viaje…
Nunca las había cuidado, pero se habían mantenido cerradas hasta ese momento.
La sangre empezó a filtrarse por los recovecos de mi armadura y machar el
suelo, y yo temblaba, pero invitaba al dolor, las consecuencias de mis actos
que parecía sentir por primera vez.
Pronto caí a un lado, incapaz de moverme, herido hasta el
punto de perder la consciencia.
Cuando quise darme cuenta estaba en otro lugar. La madera del
hotel, reemplazada por paredes blancas. Estaba en una cama, vendado. Y no tenía
mi armadura puesta. Esto fue lo que me hizo despertar; en un instante me puse
en guardia. Intente salir de la cama, pero una mano me empujo contra ella.
Reconocí el uniforme: era un guardia de la ciudad. Tras él había todo un
pelotón.
—Ciudadano del imperio Morr —saludó—. Gentium encontró que es
una amenaza para la ciudad, y debemos escoltarlo hasta las celdas de espera.
—¿De espera?
—Para el juicio.
—Esperen. No soy la Serpiente.
—Estamos al tanto. El oficial Crove
nos informó de todos los detalles cuando lo internaron.
—No entiendo. ¿Por qué están haciendo esto?
Los guardias no respondieron nada más. Hice muchas más
preguntas, pero no se dignaron a responderme. Me puse de pie y pensé en
atacarlos, pero no tenía mi espada. Pensé lento. Enseguida dos guardias me
agarraron, atando mis manos por detrás y haciéndome caminar.
A medida que dejábamos el edificio entendí que era un
hospital. Al salir vi que ya había caído la noche, aunque continuaba la lluvia.
Los guardias me llevaron a una carreta, donde entraron los dos que me llevaban.
El carruaje no tenía ventanas, así que no pude orientarme durante el transcurso
del viaje; calculé una media hora hasta que paramos. Los guardias me sacaron
bruscamente, y me arrastraron dentro de una construcción de piedra. Bajamos
unas escaleras hasta unas celdas repletas de hombres. Pero seguimos de largo,
atravesando todo el cuarto con suelo de heno hasta una puerta de piedra. Era
una única celda apartada. Desatándome, me tiraron adentro y cerraron con un
estruendo.
Los guardias no dijeron una palabra durante el viaje, y
tampoco al final. Solo se fueron, dejándome ahí. Cada movimiento me hacía
sentir la fricción de mis cortes, así que permanecí tirado, escuchando el caer
de la lluvia. Jadeaba. No me visitó nadie esa noche; ni siquiera me trajeron
comida. No tenía más ropa que mis vendas y unos pantalones, pero no noté el
frio. Quería descansar. El sueño fue una bendición.
Por la mañana pude ver al sol filtrándose entre hendiduras
del techo, pero la celda no se iluminó. Me encontraba en una oscuridad
indisoluble.
Conté varias horas, pero podía aguantar el hambre. Había
racionado muy bien las provisiones durante el viaje, entrenándome.
Con un rechinar oxidado, la puerta de piedra se abrió. Entró
un hombre bajito, cabizbajo, con ropas que reconocí. Eran iguales a las de
nuestra Jueza.
—Saludos —dijo el Juez, sin una sonrisa. Su voz era grave y
opresiva. Cada uno de sus pasos hacia eco y me aturdía; cada paso lo alejaba de
la puerta y lo cubría en sombras, hasta que su ropa se volvió negra—. Yo voy a
encargarme de tu caso.
—¿Qué caso? —pregunté.
—Todos en la ciudad están avisados de mí; yo soy al que
llaman cuando encuentran cualquier rastro de ese símbolo. El símbolo que
encontramos en tu armadura.
Entonces entendí. Habían examinado mi armadura cuando me
desvistieron en el hospital.
—Claro, todos tienen pedazos sueltos de la información, de mi
rol; nadie conoce mi título entero. Nadie sabe qué significa ese símbolo, solo
que tienen que reportarlo. Pero nosotros sí, ¿no? El símbolo de la luna roja.
Me pregunté si había encontrado alguien más que entendía lo
que era la serpiente.
—No soy un monstruo —dije, sentándome correctamente—. ¿No
revisaron mi cuerpo? No tengo la marca en mi piel.
—Pero está en tu armadura.
—Como símbolo de protección. Para alejar al mal de la luna. En
serio; yo la forjé.
—Entonces…
Antes de que pudiera seguir, la puerta volvió a abrirse. Volví
a ver las mismas ropas; era nuestra Jueza, entrando con furia. Parecía
indignada.
Parecía a punto de insultar al Juez, pero en cambio se
contuvo e hizo una reverencia. El Juez se la devolvió.
—Baal —dijo ella.
—Cristina —dijo él.
—No esperaba que volviéramos a vernos tan pronto… Escuchá,
tenés que liberar a este hombre. Yo estaba examinando su caso, y el código que
usaste en su arresto no es reconocido oficialmente.
—Es un código confidencial. No sos de esta ciudad, Cristina;
todos los casos de la luna roja son dirigidos acá, a mí. No es algo que
pudieras saber.
—¿Pensás explicarme algo? ¿Cuál es su crimen?
—Conocía la marca de la luna.
—¿Y qué? No sufre la locura. Podemos verlo claramente.
—¿Podrías dibujar vos la marca, Cristina?
—¿Podría…? no… supongo que no.
—Eso es porque todos los cuerpos encontrados con ella son
entregados a mí. Nadie debería saber su forma; no debería esparcirse. La
enfermedad de la luna roja no es una simple locura, Cristina. Cuando aparece
esta marca aparecen monstruos.
—Dioses —susurré—. Sí lo sabés.
Cristina no estaba afectada.
—Conozco monstruos. He visto mucha gente mutada por la
radiación.
—No como estos. Monstruos que pueden disfrazarse como la
gente, que entran y salen de las ciudades cumpliendo sus designios. Criaturas
imposibles nacidas de la luna.
Cristina me miraba a los ojos con gravedad. Me di cuenta de
que era la primera vez que podía ver mi cara.
—Solo la gente marcada con el símbolo de la luna puede
invocarlos —dijo Baal—. Si cometen un sacrificio lo suficientemente grande,
durante un ciclo de luna roja pueden hacer nacer a un demonio. No bestias ferales,
sino seres inteligentes e ignominiosos que nacen con el instinto de sacarle
todo a la humanidad. Soy un Juez, Cristina, pero mi trabajo principal es
identificar a los miembros de esta Orden de la Luna e impedir que se propaguen.
—¿Hablas en serio? —dijo la Jueza—. ¿Cómo es que el Imperio
nunca les informó a las otras ramas de la ley?
—Siempre había sido una amenaza durmiente. Episodios
aislados. No teníamos confirmación de que los nacidos de la luna actuasen
coordinadamente, o de que fueran capaces de hacer daño de verdad. Pero el
último miembro fue más público que ningún otro.
—La Serpiente.
—Sí. Pude conseguir mucha más información.
—Baal, ¿qué es?
—No sé. Solo se lo ha visto con su cuerpo humano. Pero esta
persona… este prisionero… puede saber. Cristina, mi trabajo es encontrar a
cualquier simpatizante de esta orden y eliminarlos. Si esta persona tenía el
símbolo de la luna tengo que considerarlo un sospechoso.
—Llegamos a la ciudad en el mismo carruaje. Yo puedo dar fe
de él.
—Los Jueces sabemos que la ley no funciona así. Pero sos
libre de testificar a su favor en el juicio.
—Carajo. ¿Un cargo confidencial va a tener juicio?
—Con un jurado confidencial.
—¿Dentro de cuánto?
—Dentro de dos días.
Se hizo un silencio. Los dos habían compartido la información
que necesitaban.
—¿Algo más, Cristina? —dijo Baal, incitándola a irse.
—No. ¿Vos? —respondió la Jueza, decidida a quedarse. Baal
sonrió.
—Muy bien. Como quieras. —Y se fue, dejándonos a solas.
Cristina me miro, haciendo tiempo para que Baal se alejase.
—¿Por qué viniste? —pregunté entonces.
—A ayudarte.
—¿No te… enteraste?
—Sí. Mi Bufón me dijo lo que le hiciste… a esa mujer. Pero
los juicios que yo pueda entregar ya no tienen importancia. Estas a merced de
Baal, y eso es un problema. Vine en cuanto me enteré; tenía que intentar
disuadirlo.
—No es tan grave. No tengo nada que ver con ninguna orden.
—No creo que eso importe. Baal es infame entre los jueces;
todos saben que es corrupto. Todos saben que soborna a la corte. Por eso trate
de detenerlo. Para mí la Justicia verdadera va primero. Por eso…
Se veía realmente preocupada, aunque nunca había perdido la
calma antes.
—Baal nunca pierde un juicio; va a intentar darte de culpable
a cualquier costo. Si no consigue evidencia que te conecte con la luna,
entonces va a obligar a todos tus compañeros de viaje a testificar hasta hallar
un crimen. El resto podrá mentir, pero yo… mi oficio conlleva una
responsabilidad; no puedo mentir frente a un jurado. Voy a tener que relatar tu
violación. Y eso va a condenarte.
Me mantuve estoico. Estaba explicando que iba a entregarme,
¿y quería que simpatizara con ella? No iba a darle el lujo de reaccionar.
—Esto debe complacerte —dije.
—Que digas eso es prueba de que no me entendes para nada.
—No sería verdadera justicia. Vos dijiste eso.
—¡Ya lo sé! —exclamó de pronto—. Voy a intentar todo lo
posible para que cancelen el juicio. Si pudiera probar que Baal es un corrupto…
—Dijiste que todos lo saben.
—Todos a los que los beneficia. Para el resto, solo es un
rumor que no podemos probar. Pero si pudiera encontrar evidencia y llevarla a
los altos estratos de la Corte… O a un oficial noble…
—Un noble… ¿Cómo Crove?
Cristina sonrió.
—Sí.
Yo no. Me recosté contra una pared, con la mirada perdida.
Todo esto estaba pasando luego de que había rezado. ¿Acaso era lo que merecía?
Condenado por un cargo del que era inocente. Acusado de ser aliado de la
Serpiente. Que irónico. Quizá era el destino que me tocaba.
—Pero solo tenemos dos días —continuó Cristina—. Hay que
prepararnos para la posibilidad de ir a juicio.
—Que sea como sea —balbuceé.
Que sea
como sea…
Cristina apretó un puño, pero no perdió la compostura.
Como sea…
—Morr, puedo ayudarte a armar una defensa. Pero solo si me
ayudas a mí. Baal va a… bueno, él va a obligarte a contar todo lo que paso en
tu pueblo. Todo lo que sepas de la Serpiente.
La Serpiente.
Me erguí.
—Si no testificas, vas a ser declarado culpable de inmediato.
El resultado más afortunado sería encierro.
—No. La Serpiente.
—Sí. Querés cazarla, ¿no? Esa es tu única meta. —Cristina era
más perspicaz de lo que parecía—. Si no me ayudas, no vas a poder continuar.
No podía arrodillarme y aceptar el veredicto del destino sin
más. Tenía mi propio destino por cumplir.
—Así que… necesito que me ayudes.
Cristina camino hasta la celda, sujetando las barras con
ambas manos.
Calmé mi respiración.
—¿Qué necesitas? —dije.
—Poder armar una defensa. Para eso necesito saber todo lo que
vayas a testificar frente a Baal. Necesito escucharlo antes que él para hacer
planes. Solo voy a poder participar como testigo, pero puedo aconsejarte…
¿Morr? ¿Me estas escuchando?
Había vuelto a retroceder contra el rincón de la celda.
—Ya te entendí. Querés que te diga lo que paso en Dornwich.
Cristina suspiró.
—Es necesario. Van a obligarte a contarlo, aunque no quieras.
No tenía sentido resistirme. Tenía que actuar como un
guerrero ante la situación en la que me encontraba. Dornwich había sido
decisión mía; no podía dejar que un jurado me quitase el recuerdo de las manos
y lo juzgaran según ellos. El día anterior Crove me había rogado que contase la
historia y yo lo había ignorado. Pero luego de eso había rezado. No sabía si
eso había sido real o no, pero me hizo enfrentar algo; que no quería que nadie decidiera
por mí.
—El septiembre pasado hubo un ciclo de luna roja —dije.
Empecé a hablar a tientas, inseguro, decidiéndome sobre la marcha—. Este duro
más de la cuenta. Seguro recordas; paso un mes y el rojo seguía ahí, permeando
todo, contaminando. La gente en mi pueblo tenía pesadillas, no podía dormir, se
enfermaba. Ahora entiendo que esos son de los efectos más suaves que pueden
aparecer…
—Un pueblo chiquito como el tuyo no habría oído hablar de la
locura de la luna.
—No entiendo… no entiendo por qué el gobierno no nos
advertiría sobre ella.
—Yo tampoco lo entendía —dijo Cristina—. Hasta la charla que
acabo de tener con Baal. Una orden… Morr, lo que viste… ¿es verdad todo esto?
Cerré los ojos y ordené mis pensamientos, mis recuerdos.
—La primera mujer a la que le salió la marca fue Laura Dern,
una panadera. Paso varios días en el hospital, delirando y sufriendo. Éramos un
pueblo chico, tan chico que todos comentaban sobre ella. Todos estaban al tanto
de su marca… Así que cuando empezó a aparecer en más personas muchas familias
entraron en pánico. Todos estábamos confundidos, asustados. A duras penas
entendíamos que tenía que ver con la luna, pero poco más. Más gente fue al
hospital. Creíamos que los afectados no podían levantarse de la cama… hasta que
Laura lo hizo. Ella fue la primera en matar. Ahorcó a todos en su cuarto del
hospital antes de que la encontraran. Ella tardó tres días en volverse
agresiva, pero los marcados más nuevos lo hicieron al mismo tiempo. Fueron los
que habían sido al hospital, los que estaban cerca de ella. ¿Entendes? Fue como
si su matanza hubiera contagiado al resto. Y cada muerto ganaba la marca de la
luna.
Cristina me escuchaba, solemne. Imaginé que esa expresión
firme debía haberla usado en muchos casos donde escuchaba tragedias como la
mía.
—Pronto salieron del hospital, contagiando a otros. La gente se
mataba en las calles, Cristina. Nenes, mujeres, hombres a los que les había
vendido piezas, armas. Yo quería que nos encerremos y nos ocultemos, pero
Anton… Anton…
—Anton… ¿era tu amigo?
—Sí. Forjábamos juntos. Juntos. Estábamos forjando una
armadura ese mismo día. Anton no quiso quedarse escondido. Él quería salir y
ayudar a la gente, proteger a los que no tenían la marca. Había que parar a
nuestros vecinos. Alguien tenía que interrumpir su sufrimiento. Anton tenía
razón. Accedimos a ir juntos. Terminamos de forjar la armadura, y… la sellamos
con el símbolo de la luna. Como protección. Fue idea de Anton, pero él se negó
a usarla. Insistió en que fuera yo. Dioses. No me resistí lo suficiente,
tendría que haber…
—Morr, entonces… ¿salieron?
—Sí. Sí. Salimos, nos separamos y matamos. Tuvimos que matar
a todos los que tenían la marca. Éramos doscientos en el pueblo, ¿sabés? Y la
mitad debía tener la marca. No quedaban muchos que no la tuvieran y no los
hubieran atacado. Por eso no me di cuenta. Yo solo mataba a los que tuvieran la
marca, ¡solo a los que la tuvieran! Pero no veía a nadie sano. No los
encontraba. Hasta que encontré a Anton. Él había reunido a todos los sanos
mientras yo cazaba a los enfermos. Los reunió y los mató. Matar, matar, matar
era como la infección, ¿entendes? Mientras más matábamos más gente ganaba la
marca. Anton me lo explicó. Me explicó que los sanos que quedaban también iban
a infectarse. Por eso había que ocuparse de ellos antes. Era para que murieran
sanos, con sus propias mentes, sin haber cometido pecado. Anton me lo explicó.
Los había reunido a todos… formó una pila. Solo quedábamos nosotros dos. La
locura no debía esparcirse, no debía dejar el pueblo. Solo faltábamos nosotros
dos. Anton se arrodilló frente a la pila y me pidió que lo haga. Y. Y…
—Morr. Termina.
—No vas a creerme. Todavía no sé qué paso, qué fue lo que vi.
No sé si lo vi.
—Contamelo.
—Solo quedábamos nosotros dos, y cuando lo apuñalé a él… La
luna roja pareció iluminarse como un reflector, como un sol. Toda la ciudad se
tiñó de rojo. No podía distinguir el color de los cuerpos con el de la sangre.
Todo era el mismo rojo puro. Me di cuenta de que escuchaba tambores. Y
campanas. Sonaban a la distancia, lejanas, pero se acercaban más y más y más.
Fue lo que Baal dijo, ¿entendes? Un sacrificio para la luna. Y la luna
respondió. El cadáver de Anton abrió la boca y le salió… le empezó a salir una
serpiente. La serpiente zigzagueaba y mientras iba saliendo iba creciendo.
Cuando terminó de salir era tan alta como yo, y tan ancha como para dar vuelta
la pila de cuerpos. “Gracias”, me dijo. “Gracias por el llamado.” Para entonces
yo estaba de rodillas, y las lágrimas no me dejaban ver. Pero la Serpiente
volvió a cambiar, y se convirtió en… se paró en dos piernas, ganó la misma
armadura que yo. Se volvió un hombre. Y se sacó el casco y era mi cara. Era yo.
Caminó hasta mí, me sacó mi casco y me tocó la frente. Entonces… no sé. Fue
como un desmayo. Pero más como dormir. Y más como si estuviera abandonando un
sueño, en vez de entrando en uno.
—Dioses.
—Cuando me desperté la Serpiente se había ido. Esa noche… la
luna no fue roja.
—El ciclo había terminado.
—11 de octubre.