jueves, 13 de febrero de 2014

Dos Noches de Verano — 10 — Clay: Apagar las luces

>Clay: Apagar las luces.


Me reí pensando en cuantos analgésicos había tomado. Había perdido la cuenta. Tomaba dosis dobles en intervalos irregulares. Pero, mierda, lo necesitaba. Más en un momento así. Miré el paquete. 
Treinta comprimidos. 
Busqué un vaso, y agua. Creía que había tomado seis en menos de ocho horas.
Pero no importaba.
Ahora rogaba que el analgésico estuviera compuesto un cincuenta por ciento de clonazepam. 
Un poco de estabilidad para mi realidad no estaría nada mal. Pero no era así. 
De ser fumador hubiera deseado diez atados; de ser alcohólico hubiera deseado tres botellas del whisky más caro del planeta. De ser adicto a la heroína hubiera deseado mil jeringas para mis brazos. Pero no era esas cosas. No había manera de calmar mi mente. La Ciudad, mi única adicción, me había traicionado. 
Pensé en tomar todavía más analgésicos, pero razoné que no tendría sentido. Aunque lo consideré tres, tal vez cuatro veces más. 
Golpeé la pared hasta que mis nudillos empezaron a sangrar. Vi la sangre deslizarse por mi mano. Una gota cayó al piso. Un miedo irracional a morir y cambiar me cubrió al ver la herida abierta, y corrí al baño a lavarla. Lavé la herida, y me quedé unos segundos escuchando el agua correr. Me desplomé en el piso. 
—¿Por qué...? ¿Por qué está pasando todo esto? 
Se suponía que la Ciudad no era así. No era esta mierda. No era un puto monstruo con varios ojos. No se suponía que fuera ni parecida a esa mierda. 
—La vida es una puta, Clay —me dijo mi consciencia. 
La vida no era una puta en la Ciudad. La Ciudad era perfecta. 
—Sabías que algo estaba mal desde el primer momento. No quisiste verlo. 
Sí. Era verdad. Algo estaba mal. Pero como iba a negarme a mis sueños. Toda mi vida había creído que la Ciudad era la salida de todos mis problemas. Cualquier cosa que quisiera iba a estar en la Ciudad. Cualquier cosa, desde el más oscuro deseo hasta el pan de cada día. 
¿Cómo un chico de 18 años iba a renunciar a eso? 
Simplemente no podría, o yo no podía. Y no podía tolerarlo. 
Me habían roto el corazón; no una mujer sino una harpía de concreto. 
Me paré. 
—Morir no va a solucionar nada —me dijo mi cabeza con voz débil. 
Sí y no. No quería vivir más. No tenía nada porque luchar. Nada.
—El suicidio es egoísta. Nunca fuiste egoísta, no es tu estilo. 
No me importaba mi estilo. Ahora no. Tal vez en otro mundo, en otra vida, en otra piel. Pero ahora no. Cuando se fue la adrenalina de matar a ese monstruo me convertí en otro.
Subí las escaleras para ir al cuarto de Croft. Él se había terminado quedando con ambas pistolas, pero había dicho que le quedaba una bala. Más que suficiente. 
Me paré enfrente de la puerta de la habitación. Giré el picaporte. 
—Sé que no tenes las pelotas para jalar el gatillo. Ni siquiera en esta condición.
Podía agarrar el arma y ponérmela en la sien, o en la boca, o debajo de la pera sin problema, pero jamás iba a poder disparar. Y lo sabía, lo había sabido desde el primer segundo en que pensé en matarme.
Me senté contra la pared y lloré. Estaba tan desesperado que no había manera alguna de contener las lágrimas. 
Paso un rato. Solo un rato, pero uno demasiado largo.
Desde afuera, se escuchó un ruido eléctrico y las luces en las calles se cortaron. Quedamos a oscuras. El ambiente pareció sumar a mi estado.
Pueden existir otras ciudades… otros lugares. Supongo que hay muchas cosas mejores que suicidarte a los 18. No tengas miedo; al menos no tanto. 
Otro lugar. Cualquier lugar. 
Sí. 
Esperé a que mis ojos se acostumbrasen a la oscuridad y fui para mi pieza. 
Me acosté en el suelo y dejé que mi cerebro procesará todo por sí solo. 
Creo que me dormí, si se le puede llamar sueño a eso. Pero todo había cambiado. Me sentía diferente. Ya no estaba desesperado. Y la ciudad había dejado de ser la Ciudad. 
Me sentía mejor. Áspero. Más maduro. Aunque me senté en el borde de la cama y pedía que todo estuviera siendo un sueño. 
Pero la sangre negra contra la pared había sido real; los ojos de esa cosa mirándome también. Todo. 
Ya no me sentía asustado. Toda mi vida era lo que había sido un sueño. Sentía que ese día, entonces, despertaba por primera vez. Nacía con 18 años de edad, una camisa sucia, una herida en la mano derecha, un corazón un poco dañado, pero una mente fría y estable. 
Seguía todo oscuro, y no tenía manera de asegurarme de que eso era real. No podía ver mi cara, no podía ver nada que realmente me dijera que no estaba soñando. En mi bolsillo había una caja. 
Encontré la puerta y salí al pasillo. Bajé las escaleras y fui al baño. Había ruidos de rasguños, pero los ignoré. 
Prendí la luz del baño, y me miré al espejo. 
Las gotas de sangre, mi camisa sucia. 
Aunque me veía distinto. Algo, algo en mis ojos. Me sentía distinto. 
Recordé la caja. 
Treinta comprimidos. 
Sí, eso era real. Empecé a recordar todo, aunque ya lo recordaba. 
Cuando me acosté en el suelo había tenido un sueño. Recuerdo el rostro de una persona que no conocía, pero que me sonaba increíblemente familiar. Cerré los ojos para concentrarme en su rostro, pero poco a poco se desvaneció. Escuché su voz, justo antes de que su rostro se borrase de mi memoria. 
Todos se van a morir. 
Las maderas tapando una de una de las ventanas se rompieron. 

Cristales rotos, gritos, metales crujiendo, disparos. No de nuevo, pensé. 

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