Me reí
pensando en cuantos analgésicos había tomado. Había perdido la cuenta. Tomaba
dosis dobles en intervalos irregulares. Pero, mierda, lo necesitaba. Más en un
momento así. Miré el paquete.
Treinta
comprimidos.
Busqué
un vaso, y agua. Creía que había tomado seis en menos de ocho horas.
Pero
no importaba.
Ahora
rogaba que el analgésico estuviera compuesto un cincuenta por ciento de
clonazepam.
Un
poco de estabilidad para mi realidad no estaría nada mal. Pero no era así.
De ser
fumador hubiera deseado diez atados; de ser alcohólico hubiera deseado tres
botellas del whisky más caro del planeta. De ser adicto a la heroína hubiera
deseado mil jeringas para mis brazos. Pero no era esas cosas. No había manera de
calmar mi mente. La Ciudad, mi única adicción, me había traicionado.
Pensé
en tomar todavía más analgésicos, pero razoné que no tendría sentido. Aunque lo
consideré tres, tal vez cuatro veces más.
Golpeé
la pared hasta que mis nudillos empezaron a sangrar. Vi la sangre deslizarse
por mi mano. Una gota cayó al piso. Un miedo irracional a morir y cambiar me cubrió
al ver la herida abierta, y corrí al baño a lavarla. Lavé la herida, y me quedé
unos segundos escuchando el agua correr. Me desplomé en el piso.
—¿Por
qué...? ¿Por qué está pasando todo esto?
Se
suponía que la Ciudad no era así. No era esta mierda. No era un puto monstruo
con varios ojos. No se suponía que fuera ni parecida a esa mierda.
—La
vida es una puta, Clay —me dijo
mi consciencia.
La
vida no era una puta en la Ciudad. La Ciudad era perfecta.
—Sabías
que algo estaba mal desde el primer momento. No quisiste verlo.
Sí.
Era verdad. Algo estaba mal. Pero como iba a negarme a mis sueños. Toda mi vida
había creído que la Ciudad era la salida de todos mis problemas. Cualquier cosa
que quisiera iba a estar en la Ciudad. Cualquier cosa, desde el más oscuro deseo
hasta el pan de cada día.
¿Cómo
un chico de 18 años iba a renunciar a eso?
Simplemente
no podría, o yo no podía. Y no podía tolerarlo.
Me
habían roto el corazón; no una mujer sino una harpía de concreto.
Me
paré.
—Morir
no va a solucionar nada —me dijo mi cabeza con voz débil.
Sí y no.
No quería vivir más. No tenía nada porque luchar. Nada.
—El
suicidio es egoísta. Nunca fuiste egoísta, no es tu estilo.
No me
importaba mi estilo. Ahora no. Tal vez en otro mundo, en otra vida, en otra piel.
Pero ahora no. Cuando se fue la
adrenalina de matar a ese monstruo me convertí en otro.
Subí
las escaleras para ir al cuarto de Croft. Él se había terminado quedando con
ambas pistolas, pero había dicho que le quedaba una bala. Más que suficiente.
Me
paré enfrente de la puerta de la habitación. Giré el picaporte.
—Sé
que no tenes las pelotas para jalar el gatillo. Ni siquiera en esta condición.
Podía
agarrar el arma y ponérmela en la sien, o en la boca, o debajo de la pera sin problema,
pero jamás iba a poder disparar. Y lo sabía, lo había sabido desde el primer
segundo en que pensé en matarme.
Me
senté contra la pared y lloré. Estaba tan desesperado que no había manera
alguna de contener las lágrimas.
Paso
un rato. Solo un rato, pero uno demasiado largo.
Desde
afuera, se escuchó un ruido eléctrico y las luces en las calles se cortaron. Quedamos
a oscuras. El ambiente pareció sumar a
mi estado.
Pueden
existir otras ciudades… otros lugares. Supongo que hay muchas cosas mejores que
suicidarte a los 18. No tengas miedo; al menos no tanto.
Otro lugar.
Cualquier lugar.
Sí.
Esperé
a que mis ojos se acostumbrasen a la oscuridad y fui para mi pieza.
Me acosté
en el suelo y dejé que mi cerebro procesará todo por sí solo.
Creo
que me dormí, si se le puede llamar sueño a eso. Pero todo había cambiado. Me
sentía diferente. Ya no estaba desesperado. Y la ciudad había dejado de ser la
Ciudad.
Me
sentía mejor. Áspero. Más maduro. Aunque me senté en el borde de la cama y pedía
que todo estuviera siendo un sueño.
Pero
la sangre negra contra la pared había sido real; los ojos de esa cosa mirándome
también. Todo.
Ya no
me sentía asustado. Toda mi vida era lo que había sido un sueño. Sentía que ese
día, entonces, despertaba por primera vez. Nacía con 18 años de edad, una
camisa sucia, una herida en la mano derecha, un corazón un poco dañado, pero
una mente fría y estable.
Seguía
todo oscuro, y no tenía manera de asegurarme de que eso era real. No podía ver
mi cara, no podía ver nada que realmente me dijera que no estaba soñando. En mi
bolsillo había una caja.
Encontré
la puerta y salí al pasillo. Bajé las escaleras y fui al baño. Había ruidos de rasguños,
pero los ignoré.
Prendí
la luz del baño, y me miré al espejo.
Las
gotas de sangre, mi camisa sucia.
Aunque
me veía distinto. Algo, algo en mis ojos. Me sentía distinto.
Recordé
la caja.
Treinta
comprimidos.
Sí, eso
era real. Empecé a recordar todo, aunque ya lo recordaba.
Cuando
me acosté en el suelo había tenido un sueño. Recuerdo el rostro de una persona
que no conocía, pero que me sonaba increíblemente familiar. Cerré los ojos para
concentrarme en su rostro, pero poco a poco se desvaneció. Escuché su voz, justo
antes de que su rostro se borrase de mi memoria.
—Todos se van a morir.
Las
maderas tapando una de una de las ventanas se rompieron.
Cristales
rotos, gritos, metales crujiendo, disparos. No
de nuevo, pensé.
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